domingo, 22 diciembre, 2024

Destiempos históricos del comercio internacional argentino, y una nueva oportunidad

El mundo global le está ofreciendo al país una nueva oportunidad de inserción en un comercio mutante y multipolar. Un desafío que requiere superar dos problemas históricos: el delay de nuestras experiencias insertivas, y su consiguiente volatilidad. Revisémoslos brevemente. Cuando el periplo nacional finalmente se consagró en 1880, ya hacía 30 años que la Europa de la segunda etapa de la revolución industrial había iniciado su demanda de cereales en escala. El país estaba en condiciones ecológicas de ajustarse a ese desafío –una de las tierras más feraces del planeta– pero carecía de habitantes suficientes y de transportes adecuados, ambos posibles de ser conseguidos en tanto se sentaran las bases de la seguridad jurídica de un Estado que pusiera fin a las guerras regionales y demarcara sus fronteras definitivas.

Logrados los dos requisitos, el flujo de inversiones e inmigrantes fue tan impresionante que hasta se topó con un “cuello de botella” en 1890. Al cabo, útil en advertirnos las exigencias macroeconómicas para la prosecución del progreso durante los siguientes 50 años. Nuestro perfil estrictamente pecuario, calificado por los requerimientos de los frigoríficos, fue superado por el novedoso ciclo agrícola, y un desarrollo manufacturero al compás de la expansión del mercado interno, el régimen arancelario indirectamente proteccionista y la convicción industrialista de los principales líderes de la elite dirigente. Pero fue un despegue tan vertiginoso como a destiempo. De haberse logrado la resolución más temprana de la organización nacional tal vez hubieran sido más perceptibles los límites de un despliegue de cara a Europa que hacia el Centenario parecía indefinido.

La Primera Guerra Mundial fue el primer “cisne negro” que nos deparaba el siglo XX. Su impacto económico resultó feroz. La recuperación efímera de los años 20 eclipsó, asimismo, la situación problemática del país en el tránsito de la hegemonía británica –y europea en general– frente al coloso norteamericano develado tras las siguientes torsiones: la crisis de 1929, la prologada depresión de los 30 y la Segunda Guerra Mundial. Nada volvió a ser igual para la Argentina al confirmarse el carácter estructural de la restricción europea a los commodities en los que nos habíamos especializado.

Y la inercia durante los 30 años siguientes sentó las bases del supuesto progresivamente devenido sentido común: la fórmula autárquica de entreguerras era el mejor dispositivo impermeabilizante de las oscilaciones internacionales. Pero la industrialización protegida requería de insumos, materias primas y tecnología que las debilitadas exportaciones agropecuarias no podían suministrar; y no supimos definir una modalidad de inserción novedosa en el nuevo escenario hegemonizado por Estados Unidos.

Sólo hacia los 60 se coligió la inconsistencia de ese imaginario emancipatorio en medio de una brutal puja distributiva agravada y retroalimentada por la crisis de legitimidad política. Era menester reingresar al mundo exportando no solo nuestras exportaciones tradicionales sino también una gama de manufacturas que, en las postrimerías de esa década, empezaron a descollar en los países limítrofes. Electrónicos, textiles, y maquinarias se conjugaron con un sector agropecuario que dio signos de recomposición luego de 30 años de estancamiento.

Sin embargo, no fueron suficientes para detener la corrosión de un Estado carcomido por los intereses corporativos y al borde de la quiebra fiscal. A eso se sumó la nueva crisis internacional de principios de los 70 con sus consecuencias ambiguas. El resurgimiento de un mercado financiero internacional como hasta 1930 habilitaba un camino para descomprimir en el corto plazo las carencias del fisco y la prosecución de la modernización de la arquitectura productiva. Pero la pertinacia del primero restringió al segundo; y la inflación reptante de los 50 y 60 se espiraló al compás y la apertura financiera y comercial de fines de la década.

Lo que siguió durante el medio siglo siguiente fue el resultado del cortoplacismo. Las reflexiones sobre nuestro sitio en el mundo quedaron reducidas a eslóganes de gobiernos impotentes que avanzaron a tientas detrás de las circunstancias. El resultado fue nuevamente paradojal: la expansión de las exportaciones no redundó en un crecimiento sostenido sino en ciclos espasmódicos interrumpidos por crisis más dramáticas que las de la etapa anterior como la hiperinflación en 1989-90, la hiperrecesión entre 1999 y 2002; y el largo estancamiento comenzado en 2012.

No obstante, el fin de la Guerra Fría y el desplome del bloque de países comunistas representaron un bálsamo para nuestro comercio exterior que dejó huellas geopolíticas, productivas y geográficas: el Mercosur, el desborde de la tradicional frontera agropecuaria en el interior merced a la soja transgénica, los avances en fertilizantes herbicidas y plaguicidas y los feed lots ganadera. Viejos complejos agroindustriales hasta entonces restringidos al mercado interno como el vino, los aceites, el arroz, las olivas, el azúcar y el té, y bienes intermedios intensivos en capital como el acero, el aluminio, y la petroquímica tendieron a extrovertirse.

También emergió un prometedor complejo energético, una no menos promisoria minería metalífera, y se rediseñó la industria automotriz. Pero el destiempo de la transición de la sustitución de importaciones hacia las exportaciones complejas determinó que aquellas otras bien encaminadas hacia los 60 no pudieran sobrevivir a los extravíos de las décadas siguientes. Y que el carácter limitado de las exportaciones se conjugara con una destrucción productiva que, por etapas, nos ha conducido al 50% de la pobreza social contemporánea, y a la consiguiente magnitud de la economía informal.

La coyuntura contemporánea nos coloca ante varios desafíos. En primer lugar, las posibilidades de Vaca Muerta: contiene un potencial a plazo fijo de no más de 3 o 4 décadas que la revolución tecnológica les reserva a las energías no renovables. Su eficaz explotación podría reducir en una década la pobreza a la mitad contribuyendo, asimismo, a desconcentrar la población de los hacinados conurbanos. La minería ofrece otro nicho, al que deben sumárseles la prosecución de desarrollos localizados como los alimentos orgánicos, o el aún poco sistematizado de nuestra “industria sin chimeneas”: el turismo. Cada cadena requerirá de otras reformas entre las que se destacan la resurrección de nuestro postrado sistema educativo y la adecuación de una infraestructura logística hoy al borde del colapso.

La falta de coordinación del Mercosur ha limitado sus alcances y han emergido otros horizontes, como el coloso chino que nos rescató de los estragos más acuciantes de la crisis de 2001, aunque sobrestimando sus alcances. La pospandemia develó, a su vez, otras flexiones, como la de los países del sudeste asiático y el gigante indio, que inducen a orientaciones más matizadas en el orden regional. No habrá por ello que desatender al Mercosur, aunque sí corregir sus inflexibilidades proteccionistas. El difícil acuerdo con la UE tal vez incube una oportunidad.

Pero la clave de una reinserción más plena en el comercio global estriba nuevamente en la política que deberá alentar el desarrollo reparando nuestra extraviada integración social. Caldo de cultivo de aspectos oscuros de la globalización que como el narcotráfico nos descubre a la intemperie.

Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos

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