“Tu cuerpo es un templo”, escuché decir a varios cultores del deporte y la vida sana. Si mi cuerpo es un templo, es uno desconsagrado, en desuso, con un altar maltrecho, bancos devorados por las termitas y paredes cubiertas de grafitis ofensivos.
Dicho de otra manera, tengo problemas: consumo mucha comida ultraprocesada, tengo una escoliosis que me produce dolor a diario, pies planos que se acalambran con frecuencia y al menos diez kilos de sobrepeso estratégicamente ubicados para darme la silueta de una pera de goma. Cada vez que me quejo -seré honesto, sucede a menudo- mis conocidos dicen lo mismo: tenés que hacer ejercicio.
Muchas veces coincido con ellos: “Es verdad, no puedo seguir así”, digo con el convencimiento de un adicto que tocó fondo. Entonces empiezo a recorrer gimnasios para conocer los precios de todas las variantes deportivas que ofrece mi barrio, saco cuentas de cómo el abono va a impactar en mi economía y me propongo un día para arrancar.
Luego voy dos veces y no regreso más.
Esta semana me enteré de que la gente como yo representa una verdadera amenaza para la industria del fitness. Estadísticas de la Health & Fitness Association revelan que al menos el 50% de los nuevos miembros abandona el gimnasio en sus primeros seis meses. La cifra aumenta hasta el 80% al cumplirse el año, un golpe significativo para los ingresos de este tipo de comercios.
Entre las excusas que suele ofrecer la gente para escaparse de un gimnasio está el alto costo de las cuotas, la falta de motivación, la escasez de tiempo y la insatisfacción con los servicios prestados. En mi caso, todas las anteriores. Debo reconocer que nunca me hallé en estas cosas. Recuerdo que el maestro de Educación Física del secundario me apodaba “Polideportivo”, no por ser un gran atleta sino por la cantidad de veces que me lesioné jugando al fútbol, básquet o vóley.
No soy necio, sé que hacer actividad física es fundamental para prevenir enfermedades crónicas y fortalecer el corazón, los pulmones y el cerebro. Por eso estoy pensando en retomar alguna forma de ejercicio, aunque lejos de los gimnasios, con sus entrenadores indolentes, muros tapizados de espejos y clientes tapizados de lycra.
Aspiro a romper el maleficio, sostener una rutina saludable en el tiempo. Buscando cómo lograrlo, leo que la Clínica Mayo -una de las instituciones de salud más célebres del mundo- recomienda establecer objetivos simples, realistas y posibles de lograr; encontrar actividades disfrutables; separar tiempo en la semana para el deporte y sumar a amigos o conocidos para motivarse mutuamente a continuar.
No suena tan difícil. Tal vez pueda dar caminatas más largas con mis perros. O trotar alrededor de la plaza antes de irme a trabajar, como hacen esos atletas amateurs de la mañana que los infelices -como yo- juzgan en silencio desde la fila del colectivo. Durante muchos años, me preguntaba, no sin cierta malicia, “¿De qué vive esta gente?”. Hoy, con mayor frecuencia, me encuentro preguntándome por qué no puedo ser como ellos.
¿Será posible realizar un ejercicio de fe desde este templo desvencijado? Quiero pensar que sí. Que tal vez en ese altar maltrecho donde venero con devoción exagerada el streaming, los Sugus confitados y las novelas de ciencia ficción haya espacio también para unas zapatillas de running, una botella de agua y, quién dice, la ocasional fruta. Te invoco, voluntad. Ven a mi ayuda en esta hora de gran necesidad. Dame la fuerza para sobrellevar esta prueba y mantener la esperanza en este plan. No por los siglos de los siglos, con tres veces por semana me conformo. Amén.